“Ser un ser humano / es como una casa de huéspedes / ada mañana una nueva llegada / una alegría, una depresión, una maldad /una percepción momentánea aparece / como un visitante inesperado”. 

 

Así comienza su poema Rumi, un reconocido poeta muy citado en los círculos de meditación. Es que estar vivo implica estar expuesto constantemente a los factores nocivos que cualquier ser puede afrontar (y no sólo los seres humanos). 

Vivir es una aventura, un desafío, y nadie nos asegura que en cualquier momento podamos transitar eventos dañinos para nuestra vida/salud, condiciones de salud inestables o, algo también muy impactante, incertidumbre. 

Nosotros sabemos desde siempre (desde lo intelectual) que podemos llegar a enfrentarnos con situaciones de este tipo. Lo sabemos pero no lo tenemos presente. Cuando le preguntaron a un maestro meditador sobre qué lo hacía diferente a otras personas, respondía: “Cada mañana, cuando me levanto, siento que puede ser mi último día y trato de estar presente en cada instante”. Y cuando era repreguntado: “¿Pero acaso no lo sabemos todos?”, respondía: “Quizás intelectualmente… pero no lo sienten”. 

Pensamos que el dolor, la enfermedad y la muerte son lejanos, que son cosas que les pasa a otros y que estamos seguros. El budismo llama a esto “la ilusión de seguridad”. Sólo cuando un ser querido o nosotros mismos atravesamos una situación de este tipo, tomamos real conciencia de nuestra vulnerabilidad.

La enfermedad es uno de estos huéspedes que llegan súbitamente, de manera imprevisible… y tenemos que comenzar un largo recorrido para intentar recuperar el equilibrio perdido.

Muchos pacientes demoran en comprender (“sentir”) que están enfermos y en aceptar su condición. Entre los pacientes oncológicos es bastante común esta experiencia. Marina, una paciente que rozaba los 50 años y se le había detectado cáncer de mama, me decía en una entrevista donde trabajábamos las emociones fuertes (enojo, incertidumbre, angustia) que no podía pasarle esto ahora: “En la cresta de la ola, cuando mi profesión me sonríe y soy reconocida… podría haber ocurrido dentro de 10 años, cuando comience el descenso productivo”. Ana, de 35, con un niño de apenas 3, se cotejaba con el dolor de su futuro incierto: “Si no estoy, qué será de él. No es justo lo que sucede”. 

Aquí se suma otro factor al sufrimiento de la enfermedad: es el del no-control, aquello que no podemos manejar o predecir de la manera en que nos gustaría. Como seres humanos hemos alcanzado tanto control de nuestro entorno y nuestro ambiente, que estar en lugares de incertidumbre, de no poder, de no transformar, es percibido como altamente amenazante.

Pensemos que hemos llegado a la Luna, hemos logrado desarrollar la tecnología al punto de comunicarnos vía teléfono o internet con personas que están en otro continente, o podemos anticipar (con cierto éxito) el clima que tendremos en nuestras vacaciones… ¡dentro de tres meses!!

Pero ese control tan gratificante en algunos aspectos, es el mismo que, cuando falta, nos genera sufrimiento. No podemos concebir el no haber anticipado, controlado o prevenido tal o cual situación. Ricardo me decía, con consternación y angustia, sobre la metástasis que le acababan de descubrir: “Si sólo lo hubiera descubierto al principio, si hubiera estado atento y lo hubiera consultado en ese momento, no se habría extendido por todo mi cuerpo”.

Por eso, el control es un arma de doble filo y debemos administrarlo con sabiduría en nuestras vidas.

Es cierto: no elegimos lo que nos sucede. Es nuestra condición, y no tiene caso quedarnos enredados en querer cambiar lo que no se puede. Así dadas las cosas: ¿Qué podemos hacer?

Quizá la alternativa a esta situación sea aprender a asumir una actitud más amable y compasiva con nosotros mismos y la vida en general, y a aceptar con una mente ecuánime lo que nos ocurre. Hacer lo que podamos, cambiar lo que es susceptible de cambio, y soltar aquello que está más allá de nuestras posibilidades.

A esto el Viktor Frankl, sobreviviente del holocausto y creador de la Logoterapia, lo llama “valor actitudinal”. Cuando estamos en una situación que no podemos cambiar, podemos tener la libertad de hundirnos y sumirnos al dolor de ella, o de sobreponernos e intentar transitarla con valor, y amorosamente. Y crecer a partir del aprendizaje que nos deja en nuestras vidas.

Si intentamos detener la maraña de pensamientos constantes en nuestras mentes, si dejamos de buscar el “control absoluto” de la enfermedad, aceptamos los límites que nos pone y adherimos participativamente al tratamiento necesario, daremos un paso inmenso en el camino a restablecer nuestro equilibrio.

Intentá observar tus pensamientos: ¿Fantaseás con recuperarte súbitamente todo el tiempo? ¿Anticipás catastróficamente las consecuencias de la cronicidad? En fin: ¿Pasás mucho tiempo dándole vueltas a lo que no podemos momentáneamente modificar de manera directa e inmediata?

Cuando eso ocurra, recordá que somos seres humanos vulnerables, pero también creativos, sabios, que en nosotros anida la grandeza de la aceptación y el sentido de la enfermedad. Sé que suena difícil, pero hacer de este proceso un inmenso aprendizaje es lo mejor que podemos lograr.

Transitar, y no soportar o aguantar, aquello que no podemos cambiar, es un acto de sabiduría impecable.


Por eso Rumi, en el poema mencionado, exhorta: 

“Dales la bienvenida y entretenelos a todos [los sinsabores, el dolor] / incluso si se trata de un conjunto de penas / que con violencia te arrebatan / los muebles de tu casa, / aún así, trata a cada invitado con honores. / Quizá te esté limpiando/para dar cabida a un nuevo regocijo”.